Cargando contenido

Ahora en vivo

Seleccione la señal de su ciudad

La tarde en que las enfermeras del hospital encontraron a Daniel fumando en uno de los baños, se volvieron a prender todas las alarmas. Llevaban noventa y seis días atendiendo a ese paciente y el nerviosismo era creciente ante la incertidumbre de cómo proceder, de cuál debería ser el paso siguiente para ayudarlo. Era un paciente más, sin duda, pero era quizás el que mayor cuidado necesitaba. Era el más especial.

El diagnóstico no puede ser más concluyente: Daniel tiene trastornos mentales y del comportamiento debidos al uso de múltiples drogas y al uso de otras sustancias psicoactivas. Padece, además, trastorno de la conducta sociable y trastorno de la conducta insociable, y además padece el trastorno por déficit de atención e hiperactividad, uno de los males más inquietantes pero comunes de nuestro tiempo.

Sus exámenes neurológicos y mentales señalan que vive en estado de alerta, tiene autonomía para sus actividades básicas, y es orientado en tiempo, lugar y persona. Es euproséxico, o sea que presta atención normal y espontáneamente, tiene memoria conservada sin alteraciones para la evocación y es eulálico, o sea que habla bien y sin dificultad. Su introspección y prospección son pobres y tiene el juicio debilitado.

Hasta aquí podría decirse que Daniel es un ser humano que atraviesa una dificultad mayúscula. Pocas personas quisieran estar pasando por un terreno tan árido en materia de salud. Eso puede ser o no ser cierto, a juzgar por los casos  que puede haber en el mundo entero con diagnósticos y exámenes similares. En realidad, abundan.

Sin embargo, a mi modo de ver, lo más difícil de entender y de aceptar en este caso es que Daniel tiene apenas trece años. ¡Trece años! Cuando me enteré de su historia y leí los documentos médicos –los públicos, no su historia clínica—comprendí que esta sociedad está ante una situación de derrumbe que causa mucha tristeza y desasosiego. No debería ser así, pero es inevitable.

Indagando más, encontré que, a diferencia de otros casos o de otras situaciones en las que los pacientes con mejores oportunidades en la vida son casi siempre rodeados y arropados por sus familiares, Daniel no tiene un acompañante permanente, alguien que lo apoye y lo consuele. Su origen es incierto y en el hospital se tejen toda clase de versiones. Lo único real es que a sus trece años, este niño está enfermo y además está solo. Muy solo. ¿Cuál es su esperanza, cuál su fe?

Cuando lo encontraron fumando en uno de los baños del hospital, Daniel negó al principio que lo estuviera haciendo y se puso a la defensiva. Luego le preguntaron quién le había dado ese cigarrillo y afirmó tranquilamente que un familiar. ¿Un familiar?, repitieron las enfermeras. Luego se miraron entre si. Ellas sabían que no era cierto. Esporádicamente, alguien que se decía cercano a Daniel se había acercado a anunciar alguna ayuda, pero nada que pudiera resolver una situación de semejante complejidad.

Unos días antes de conocer esta historia, una denuncia sobre la situación de Daniel fue interpuesta ante la Superintendencia Nacional de Salud para que una EPS trasladara a ese paciente a un centro especializado de atención y se encargara de su atención. Parece que, finalmente, y al término de noventa y seis días de hospitalización, a este niño lo llevaron a un lugar de atención profesional.

Sin embargo, más allá del lío jurídico de quién debe atender y pagar la atención de Daniel, a mí me duele personalmente su historia. El solo hecho de imaginarlo deambulando, solo, por los fríos y detestables pasillos de un hospital, y a esa edad, me produce escalofrío. Ese es precisamente el período en el que muchas vidas se definen, en que muchas ilusiones y sueños se fraguan para buscar un porvenir plagado de alegrías.

En el caso de ese niño, nada de eso existe. El uso de las drogas –hay muchas sospechas con indicios claros de quién se las dio—le generó trastornos mentales y del comportamiento que comenzando a vivir lo tienen atrapado en una clínica. Es increíble que aún floreciendo el diagnóstico sea un paulatino marchitamiento que lo puede conducir hacia la nada. Me niego a creer que eso sea así.

Yo quisiera ver a Daniel corriendo por los valles, escalando montañas, comiéndose un helado, jugando fútbol, reunido con sus amigos, abrazado por sus padres, acariciado por el amor filial, que es lo supuestamente natural en nuestras vidas. Quisiera verlo con sus ropas preferidas, leyendo algún cuento, comprando unas galletas, cantando una canción. Nada de eso hay en la vida de este niño.

A estas alturas, insisto, independientemente de la atención médica que se le brinde, me pregunto: ¿Qué será de Daniel? ¿Cuál será su futuro? ¿A los trece años es posible parar ya una tragedia y comenzar de nuevo? ¿Cuántos niños como él hay en este mundo? El mundo que vivimos me horroriza y espanta. Lo único bueno que he obtenido de esta historia es corroborar que todavía hay gente que se conmueve. Pero no sé si sea suficiente.

Encuentre más contenidos

Fin del contenido.