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Amigos y amigas, por más que se quiera negar, hay gente que sigue anhelando y admirando a Hitler. Eso se puede constatar de tanto en tanto, por ejemplo cada año en el mes de abril, cuando se conmemoran, el veinte, su nacimiento, y el treinta su suicidio junto a Eva Braun.

Lo que no es completamente claro es por qué. Por qué a pesar de la evidencia, de los crímenes, de los asesinatos en masa, de los hornos crematorios, de la constatación de ese gran disparate que es su libro “Mi lucha”, persisten obstinados en mantener su “legado”, en preservar su huella.

Resulta fácil concluir cualquier análisis diciendo, simplemente, que la ignorancia lo puede todo, que la estulticia produce esa clase de conductas, que la estupidez humana no tiene límites, que la Historia Universal de la Infamia tiene tantos tomos que Borges apenas esbozó unas páginas cuando se aventuró a escribirla.

Pero me temo que la respuesta no es así de simple. No es de tontos negar la realidad, ni de estúpidos tergiversarla. Me temo que de fondo hay una tendencia en la conciencia de algunos --¿muchos?—a erigir su mitología personal a partir de la consideración de que hay muertes que se justifican y que, en consecuencia, hay muertos buenos y muertos malos y asesinos buenos y asesinos malos.

Lo que Jesucristo y Gandhi y Martin Luther King Jr. pregonaron, infructuosamente, era la necesidad de rechazar la violencia como instrumento de regulación de las relaciones humanas y sociales. Pero esa idea, que debería estar en la, digámoslo así, educación sentimental de los pueblos, es la más grande utopía de la humanidad. 

Al contrario, la Historia ha demostrado que el hombre ama y vive la violencia como una realidad social y cultural. Por eso es que todavía, a estas alturas, sigue siendo válido para muchos aquello de que la violencia es la partera de la historia. En otras palabras, que la violencia se justifica y, en últimas, es necesaria, por el bien de los pueblos.

Por eso, en la mitología de quienes siguen creyendo en la solución violenta –la solución final—el altar mayor está nimbado de héroes multicolores que han perdurado a lo largo de los tiempos: Iván el Terrible, Hitler, Stalin, son apenas algunos de los más conocidos. Pero en los ámbitos territoriales, cada nación tiene sus propios nombres para llenar esos nichos de la infamia. Los terribles crímenes de las FARC y de los paramilitares son un claro ejemplo: todavía hay quienes los niegan o los justifican.

La purga de Fidel Castro –la cascada de fusilamientos y atropellos—es mirada como una necesidad que se evidenció para defender la Revolución. Los crímenes de la dictadura de Pinochet, como el camino para salvar a Chile del comunismo. La matanza étnica en Ruanda, hace más de veinte años, fue una de las más sangrientas de la historia reciente –más de quinientos mil muertos—y parece no recordarse. Y la de Bosnia-Herzegovina. Sin mencionar los atroces crímenes en Crimea y la hecatombe que vive Siria. 

Cada caso, cada hecho, suele ser matizado con frecuencia, olvidando el foco central: que detrás de ellos sobrevivió la necesidad de matar a los demás a nombre de una causa. ¿Entonces? ¿De qué nos admiramos y estremecemos por un grupo de personas  que quería rendirle un homenaje a Hitler en Medellín?

La admiración por la barbarie ha sido consustancial al alma humana, que se solaza en el crimen y realza al victimario. Hipócritamente se pretende creer ahora que esos “pocos” admiradores de Hitler son un caso aislado que merece el repudio general y la lapidación. No, no son enfermos. La enferma es la sociedad humana que sigue añorando a los bárbaros y perpetuando su fracaso, ese  gran fracaso del hombre al que simplemente llamamos violencia.

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