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Una tarde de finales del verano de 2014, caminando por unas bellas callejuelas de Madrid, cerca del Paseo del Prado, me estremeció una histórica y evocadora placa: “EN ESTA CASA VIVIO Y MURIO MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA, CUYO INGENIO ADMIRA EL MUNDO. FALLECIO EN MDCXVI”.

Me encontraba al frente de una casa amarilla, como los anchurosos campos de Castilla y La Mancha, identificada con los números 20 y 21, situada en la calle  León del barrio de las Letras de Madrid, donde Cervantes pasó sus últimos días. El autor del inmortal “Don Quijote de la Mancha” murió de diabetes en esta casa a los 68 años el 22 de abril de 1616, hace ya cuatro siglos y pico, unas cuantas horas antes de su colega inglés de gloria William Shakespeare.

Dicen que Miguel de Cervantes y el mismo Quijote murieron hace cuatro siglos, pero yo no lo creo: los veo en cada soñador e idealista que emprende la aventura de luchar por un mundo mejor, más libre y justo. Como dice el premio nobel portugués, José Saramago, don Quijote no se muere; el que se muere es el hidalgo Alonso Quijano. 

Ni Cervantes ni Shakespeare pisaron suelo americano, pero su obra trascendió las fronteras de todos los continentes. Don Miguel no vino a la  América india, pero sí su Quijote en 1605, el mismo año de la publicación de la  primera parte. La segunda sería publicada en 1615, un año antes de la muerte del escritor. En aquel 1605 salieron para América cientos de ejemplares de la novela, arquetipo de la modernidad literaria. Así comenzó el Quijote su andadura americana. Lo que no había conseguido Cervantes, quien lo intentó con fuerza, lo lograba su gloriosa criatura: viajar y conquistar el Nuevo Mundo.

En sus tres salidas, el caballero andante recorre La Mancha y Castilla, y algo de Aragón y Cataluña. No necesitó el ingenioso hidalgo salir de estos territorios españoles para volverse un ícono universal. “Don Quijote” es el libro más editado y traducido después de la Biblia.

Se le dio el apelativo del “Manco de Lepanto” por la batalla en la que fue herido en el brazo izquierdo, o el menos conocido de “Príncipe de los Ingenios”. Embarcado en la galera Marquesa, en 1571 participó en la batalla de Lepanto contra los moros, donde formó parte de la armada cristiana dirigida por Juan de Austria. Allá recibió dos heridas en el pecho y una en la mano izquierda, que se la dejó inútil. Por fortuna, con la diestra creó con suma destreza la primera y más grande novela en lengua española. 

Algo o mucho del Quijote habita en Cervantes y viceversa. El lugar donde el “Caballero de la Triste Figura” es vencido al final de la novela -una playa de Barcelona- por su amigo, el bachiller Sansón Carrasco, disfrazado del “Caballero de la Blanca Luna”, fue el mismo adonde acudió Cervantes con la intención de emprender una nueva y significativa aventura vital hacia Nápoles, que tampoco pudo concretar. Así, Don Quijote y Sancho Panza, su fiel y eterno escudero, acaban sus andanzas en la playa de Barcino. El lugar en el que Cervantes sufrió su mayor derrota personal es el mismo en el que su personaje principal es definitivamente vencido.

¿Por qué esta historia sigue más viva que nunca 400 años después? Tal vez, el Quijote y Sancho cabalgan juntos para siempre en lo más profundo, bello y noble del alma humana. “Ladran, Sancho, señal de que cabalgamos”.

El 23 de abril ha sido instituido como el "Día Internacional del Libro", en virtud de la coincidencia o cercanía de las muertes de Miguel de Cervantes y William Shakespeare, e incluso de la del Inca Garcilaso de la Vega. Es una celebración mundial promovida por la Unesco con el objetivo de fomentar la lectura y la industria editorial. En varios países hispanoamericanos, entre ellos Colombia, se conmemora en esta fecha el “Día del Idioma” o “Día del Español”. 

De acuerdo con una aguda y poética reflexión del premio nobel hispano-peruano, Mario Vargas Llosa, el Quijote y su eterno escudero, Sancho Panza, representan dos actitudes vitales y dos visiones del mundo que se juntan y se funden en “una sola sombra” larga, como la pareja del poema “Nocturno”, del poeta colombiano José Asunción Silva, “que retrata en toda su contradicción y fascinante verdad la condición humana”. 

A finales del siglo pasado me vi en la deliciosa obligación de viajar literariamente por las extensas llanuras de La Mancha, trazadas con genialidad por la pluma de Cervantes, en búsqueda de los mejores ejemplos literarios de buen uso del español. En ese entonces trabajaba en el Instituto Caro y Cuervo en la culminación del Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana, quijotesco proyecto histórico, etimológico, filológico y gramatical iniciado un siglo atrás por don Rufino José Cuervo. Han sido varios años de una aventura enriquecedora y escurridiza en pos de don Miguel de Cervantes, ese Quijote de la literatura española y universal de todos los tiempos, ese presidente perpetuo de nuestra nacionalidad lingüística. “La lengua es la patria”, reza el lema de la Academia de la Lengua.
 

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